dimarts, 10 de juny del 2014

Cuentos. Anton P. Txékhov.

Torne d'unes petites vacances en què he tingut l'ocasió d'acabar un llibre amb uns seixanta contes de Txékhov, autor del que, entone el mea culpa, no havia llegit mai res.

Impressionant. M'ha deixat bocabadat. Tant la varietat com la humanitat de les seues narracions. Narracions on un humor lleu plana sobre les penúries d'uns sers (xiquets, pagesos, dones) tan innocents que ni tan sols imaginen com n'estan d'oprimits.

Un exemple ho aclarirà, el conte titulat Vanka

Vanka
(1886)

Vanka Zhúkov, un muchacho de nueve años que tres meses antes había entrado como aprendiz en el taller del zapatero Aliajin, no se fue a la cama en Nochebuena. Esperó a que el patrón y sus ayudantes acudieran a los maitines, y una vez solo cogió del armario del patrón un frasquito con tinta, una pluma con la punta cubierta de herrumbre y, tras desplegar ante sí una arrugada hoja de papel, se puso a escribir. Antes de trazar la primera letra, dirigió varias miradas temerosas a la puerta y las ventanas, contempló de reojo el oscuro icono a cuyos lados se extendían estantes con hormas y se le escapó un suspiro entrecortado. Se había arrodillado delante de un banco sobre el que previamente había dispuesto el papel.

«¡Querido abuelo Konstantín Makárich! –escribió–. Voy a escribirte una carta. Te felicito la Navidad y te deseo todos los bienes de Dios. No tengo padre ni madre, sólo me quedas tú.»

Vanka dirigió la mirada a la oscura ventana, en la que parpadeaba el reflejo de la vela, y se imaginó vivamente la figura de su abuelo Konstantín Makárich, que trabajaba como vigilante nocturno para los señores Zhivárev. Era un viejo de sesenta y cinco años, pequeño y enjuto, pero extraordinariamente ágil y vivaracho, con cara siempre sonriente y mirada de borracho. De día dormía en la cocina de servicio o bromeaba con las cocineras y de noche, envuelto en una amplia zamarra, recorría la propiedad y daba golpes con su chuzo. Tras él, con la cabeza gacha, iban la vieja perra Kashtanka y el perro Anguila, que debía ese nombre a su color negro y a su cuerpo largo como el de una comadreja. Ese Anguila era sumamente respetuoso y zalamero, y miraba con idéntica ternura tanto a propios como a extraños, aunque no inspiraba demasiada confianza. Bajo su actitud respetuosa y su humildad se escondía la mayor de las perfidias. Nadie mejor que él sabía acercarse con cautela y morder la pierna a alguien, entrar en la despensa o robarle una gallina a un mujik. Le habían golpeado varias veces en las patas traseras, en un par de ocasiones estuvo a punto de ser ahorcado y todas las semanas recibía una paliza de muerte, pero siempre se recuperaba.

Ahora, seguramente, el abuelo está junto al portón, mirando con los ojos entornados las ventanas de la iglesia de la aldea, de un rojo brillante, y taconea con sus botas de fieltro, mientras bromea con la servidumbre. Lleva el chuzo colgado del cinturón. A causa del frío, encoge los hombros y agita las manos, y, con una risita de viejo, pellizca unas veces a la doncella y otras a la cocinera.
–¿Un poco de rapé? –dice, alargando a las criadas su tabaquera.

Ellas aspiran y estornudan. Del abuelo se apodera un júbilo indescriptible, estalla en una sonora carcajada y grita:

–¡Arráncalo que está pegado!

Luego les da a oler a los perros. Kashtanka estornuda, mueve el hocico y, ofendida, se aparta a un lado. Anguila, como es tan respetuoso, no estornuda y se limita a mover la cola. El tiempo es excelente. Corre un aire suave, transparente y fresco. La noche es oscura, pero se ve toda la aldea con sus tejados blancos y los regueros de humo que se escapan de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, las montoneras de nieve. Todo el cielo está sembrado de estrellas que parpadean alegremente y la Vía Láctea se dibuja con tanta claridad como si la hubieran limpiado con motivo de las fiestas y la hubieran frotado con nieve…

Vanka suspiró, mojó la pluma y siguió escribiendo:

«Ayer recibí una paliza. El dueño me arrastró por los pelos hasta el patio y me azotó con el tirapiés porque me quedé dormido sin querer mientras acunaba a su hijo. Hace una semana la dueña me ordenó limpiar un arenque, yo empecé por la cola y ella cogió el arenque y me dio con él en los morros. Los ayudantes se ríen de mí, me mandan a la taberna por vodka y me obligan a robar los pepinos del patrón, y éste luego me golpea con lo primero que encuentra. Y casi no me dan de comer. Por la mañana recibo un trozo de pan, a mediodía papilla de avena y por la noche otra vez pan, mientras los patrones toman té y sopa de col. Me obligan a dormir en el zaguán y cuando su hijo llora no puedo pegar ojo, porque tengo que acunarlo. Querido abuelo, por el amor de Dios, llévame contigo a casa, a la aldea, ya no puedo más… Me inclino a tus pies y rogaré por ti eternamente, llévame de aquí o me moriré»…

Vanka torció la boca, se secó los ojos con su puño negro y sollozó.

«Te picaré el tabaco –continuó–, rezaré a Dios por ti y si hago algo mal, azótame todo lo que quieras. Si piensas que no puedo ocuparme de ninguna tarea, le pediré al mayordomo que me tome como limpiabotas o iré de zagal en lugar de Fedka. Abuelo querido, ya no puedo más, esto es sencillamente la muerte. Quisiera irme andando a la aldea, pero no tengo botas y me da miedo el frío. Cuando me haga mayor te alimentaré y no permitiré que nadie te ofenda, y cuando mueras rezaré por la paz de tu alma, igual que rezo ahora por mi madre Pelagueia.

»Moscú es una ciudad muy grande. Todas las casas son de señores y hay muchos caballos, pero no hay ovejas y los perros no son malos. Los niños no llevan estrellas y en el coro no dejan entrar a nadie. Una vez vi una tienda en la que vendían anzuelos y sedales para toda clase de peces, todo de muy buena calidad; hasta había un anzuelo que podría incluso con un siluro de quince kilos. También he visto tiendas en las que hay escopetas de todas clases, parecidas a las del señor; deben de costar unos cien rublos cada una… Y en las carnicerías hay urogallos, ortegas y liebres, pero los vendedores no te dicen dónde los cazan.

»Querido abuelo, cuando los señores pongan el abeto con las golosinas, coge una nuez dorada para mí y guárdala en el cofre verde. Pídesela a la señorita Olga Ignátievna, dile que es para Vanka.»

Vanka suspiró convulsivamente y de nuevo fijó la vista en la ventana. Recordó que era el abuelo quien se encargaba de ir al bosque por el abeto de los señores, y que siempre le llevaba con él. ¡Qué época más feliz! El abuelo se aclara la garganta, el hielo cruje y Vanka, imitando esos ruidos, carraspea. Antes de cortar el abeto, el abuelo enciende su pipa, pasa un buen rato oliendo tabaco, se ríe del aterido Vania… Los jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, se alzan expectantes, sin saber cuál de ellos va a morir. De pronto, una veloz liebre pasa volando por los montículos de nieve… El abuelo no puede dejar de gritar:

–¡Cógela, cógela… cógela! ¡Demonio de bicho!

El abuelo llevaba el abeto talado a la casa señorial y allí empezaban a adornarlo… La que más se ocupaba de esa tarea era la señorita Olga Ignátievna, la favorita de Vanka. Cuando aún vivía su madre Pelagueia, que trabajaba como doncella en casa del señor, Olga Ignátievna le daba dulces a Vanka y, como no tenía nada que hacer, le había enseñado a leer, a escribir, a contar hasta cien e incluso a bailar la cuadrilla. Cuando Pelagueia murió, llevaron al huérfano Vanka a la cocina de servicio, junto a su abuelo, y de allí pasó a Moscú, a casa del zapatero Aliajin…

«Ven, querido abuelo –continuó Vanka–, te lo pido por el amor de Dios, llévame de aquí. Ten piedad de mí, un pobre huérfano. Todos me pegan, tengo un hambre horrible, mi tristeza es tan grande que no se puede contar y me paso todo el tiempo llorando. Hace unos días el patrón me golpeó la cabeza con una horma, me dio tan fuerte que me caí al suelo y me costó mucho levantarme. Mi vida es muy triste, peor que la de un perro… Saluda también a Alena, al tuerto Yegorka y al cochero, y no le des a nadie mi acordeón. Un saludo de tu nieto Ivan Zhúkov. Querido abuelo, no dejes de venir.»

Vanka dobló en cuatro partes la hoja escrita y la metió en un sobre que había comprado la víspera por un kopek. Tras reflexionar un rato, mojó la pluma y escribió la siguiente dirección:

Para el abuelo, que está en la aldea.

Luego se rascó la cabeza, se quedó unos instantes pensativo y finalmente añadió: «Para Konstantín Makárich». Satisfecho de que no le hubieran molestado mientras escribía, se caló la gorra y, sin ponerse la zamarra, en mangas de camisa, salió corriendo a la calle…
Los dependientes de la carnicería, a los que había preguntado la víspera, le habían dicho que las cartas había que depositarlas en los buzones de correos, desde donde cocheros borrachos las distribuían por toda la tierra en coches de postas con tintineantes campanillas. Vanka corrió hasta el primer buzón e introdujo la valiosa carta por la ranura…

Al cabo de una hora, mecido por dulces esperanzas, dormía profundamente… Soñó con una estufa. Sobre ella estaba sentado el abuelo, descalzo, con las piernas colgando, leyendo la carta a las cocineras… Anguila daba vueltas junto a la estufa, moviendo el rabo…